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El sobre

De niño, se pasaba los días desbaratando los relojes averiados que su padre abandonaba por la casa, mientras su madre, siempre sentada en el sofá que daba a la terraza, escuchaba con cara de mística acercándose al éxtasis, rutilantes long plays de ópera italiana. De vez en cuando, abría cómplice los ojos y le preguntaba si él también notaba en lo más hondo la belleza de aquellas voces e instrumentos.

Con el paso de los años, se sabía de memoria todas las óperas del repertorio mundial, con los nombres y apellidos de tenores, sopranos, bajos y músicos más destacados. Así, mientras los demás niños cantaban las canciones de su edad o las cantinelas de moda con las que continuamente la radio les bombardeaba, él silbaba arias sublimes y se imaginaba dando el do de pecho en la mismísima Scala de Milán.

Los fines de semana, cuando el padre seguía en el taller de reparación intentando devolverles la vida a relojes centenarios, él mismo escogía un disco y, con aire serio, hacía de jefe de orquesta con tal habilidad que su madre sonreía y, sin moverse del sofá, le decía que se acercara; el beso que le daba estaba húmedo. Seguro que lloraba. A él, no le gustaba verla llorar, pero le encantaba esa sonrisa –ola de felicidad en el Océano tranquilo de su melancolía- y, entonces, volvía una y mil veces, como poseído, a dirigir los coros e indicarle el tempo idóneo a la línea de violines, hasta que su madre, ya rendida a los pies de aquel genio precoz de la batuta, tocaba la hora de ir a merendar.

Hasta que un día, de regreso del Colegio, después de saludar al padre que hablaba con un cliente en el mostrador de la relojería, subió hacia el salón. El sofá vacío amplificaba el silencio de la habitación. Sobre la mesa que lindaba con el ventanal de la terraza, un estuche brillaba, enorme y deslumbrante. Con el corazón en un puño, corrió hacia el dormitorio paterno para dar con el silencio de una soledad de muebles impecables. Se dirigió hacia el taller; su padre, sentado en una esquina con la radio pegada al oído, no supo contestarle. ¿Dónde está mamá? Sobre el estuche, un sobre encerraba algo de lo que nada quería saber. Cuando volvió a bajar para entregarle el sobre al padre, éste seguía con la radio pegada a la cara, unos lagrimones surcaban las arrugadas mejillas como un río que se desborda y la línea fina de los labios brillaba, líquida y salada, sacudida por espasmos de tristeza a duras penas contenida. “¡No sé, hijo! Se fue este mediodía sin decirme nada; la estaba esperando un taxi…”

Ahora entendía lo que significaba la frase que encerraba el sobre del que, aquella tarde de la adolescencia, no quería saber nada y que rezaba así: “Ya eres mayor, hijo. Sé que un día me entenderás y ese día espero sepas perdonarme.” Miró a su padre agonizante y le besó la frente. “Créeme, hijo, yo siempre quise a tu madre y pienso que ella a mí también, a su manera”, murmuró éste apretándole la mano con las pocas fuerzas que a la suya le quedaban. “Lo sé, padre. Lo sé. Todos, siempre, desde siempre y hasta siempre, no somos sino soledades. Tan solo soledades y, desde la mía, créeme papá, yo también te quise, más que probablemente, más incluso que yo mismo nunca lo supiera.”

© José Manuel Camarena Delgado, La Mampara, 2016

Photo: José Manuel Camarena Delgado, 2011 All rights reserved

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