El teléfono
"El amor es siempre un espejo que tendemos al amado" (Pedro Salinas).
El teléfono sonó bastante aquella mañana. Yo no quería dejar la cama. Me metí en ella con tal cansancio que empecé a soñar casi tan pronto como cerré los ojos; tan sólo recuerdo haber pensado, aunque muy poco, en el día tan extremadamente raro que había pasado en la oficina y la suerte sin par de apagar la luz de la habitación sin nada ni nadie que te espere en la otra orilla del Océano nocturno en el que me sumía sin un ápice de esfuerzo. Empujé al maldito artefacto con rabia y cerré los ojos, intentando retomar el hilo del sueño que acaba de dejar en medio de una escena que me parecía esencial a la hora de entender el significado final y que, más que probablemente, por culpa del brusco despertar, me iba a ser casi imposible retomar. - Maldita invención del diablo, pensé contrariado. Hundí la cabeza en las sábanas y, acurrucado, intenté dormir; la idea fija de que el teléfono volvería a sonar no me lo permitía, por mucho que lo intentara. Pegué un salto brusco y me incorporé entre enfadado y disgustado. - Como suene otra vez, se van a enterar, dije entre dientes, y me dirigí a la cocina con la intención de tomar algo fresco. El sol brillaba con rayos irreales; era como si alguien hubiese encendido el cielo con neones. Me asomé al balcón, semidesnudo y fue entonces cuando sentí el frío invadirme hasta los huesos. Corrí hacia la habitación, pillé la ropa del día anterior que cubría el suelo y salí a la calle a toda prisa.
No había nadie por las calles. El silencio era de espanto: ni piadas, ni chillidos, ni siquiera ese ronroneo difuso y lejano típico de las ciudades. Nada. Aceleré el paso, seguro de que en los Bulevares, encontraría coches, autobuses y tranvías a rebosar de gente con cara de resaca o de mala leche, como siempre. Pero, conforme iba acercándome al cruce, el silencio y esa luz sin hora me aplastaban con una fuerza tan irreal como inquietante. Metí las manos que se me iban helando en los bolsillos del vaquero y, sin poder explicarme el por qué, giré hacia el parque, antes de llegar al Bulevar Simón Bolívar. Por primera vez desde que abriera los ojos, una sensación de realidad agradable comenzó a calentarme por dentro; todo estaba allí tal como lo esperaba: los paseos floridos, los bancos Belle Époque, el área de juegos y descanso, los dos quioscos y hasta el parking, con una docena de bicicletas amarradas con cadenas a la reja de hierro forjado que linda con la caseta de los vigilantes. Me senté en uno de los bancos del paseo de las flores y, más sereno, saqué un caramelo de menta del bolsillo de la chaqueta. Con todo, hundiéndome paulatinamente en el placer de masticar, casi me duermo. El frío iba en aumento. Agucé la mirada y fue entonces cuando sentí la presencia extraña de algo que no se podía ver pero que estaba allí, como al acecho, esperándome. Corrí hacia la salida, tomé nota de la ausencia de ruido y de la soledad del parque y, fuera ya, intenté ubicarme; pues, no era la calle por la que vine, ni la luz la misma, ni el silencio, ni el frío que, de repente, se hizo más llevadero cuando noté que empezaba a llover y que las gotas del calabobos que caía, resbalaban tibias por mi cara...
Nunca me gustaron las sorpresas; soy hombre de lógica y, como tal, pienso que todo tiene explicación y que pretender lo contrario no es sino confesar esa crasa ignorancia de la que tanta gente hoy día hace gala, bajo la apariencia cobarde de un espíritu supuestamente abierto. No es que sea valiente, no; lo que tengo que hacer, lo hago y, cuando no tengo nada que hacer –esto es siempre que nadie, ni nada, me plantea un problema por resolver o algo por reparar y enderezar- pues me centro en la necesidad imperativa de no perder el tiempo. Decir malgastarlo, sería entrar en juicios de valores, algo que no soporto; el tiempo pasa, sin necesidad de nosotros y lo aprovechamos o no. No hay más. Bueno, la verdad no es que no me gusten las sorpresas, es que cada sorpresa me recuerda que estoy fuera del camino lógico y racional. Nadie puede pretender que en un camino lógico y racional, no hay lugar para sorpresas, que toda sorpresa indica un error de funcionamiento, una avería en esa gran maquinaria de la vida. Tampoco me quejo nunca; quejarse es otra marca de debilidad, otra manera, muy de moda, de sellar lo que no es sino falta de lógica y de racionalidad. Las cosas son como son y si no son de otra manera, pues no pasa nada. Quejarse es no tener explicación y quejarse de la supuesta infamia –terrible injusticia- de esa falta de explicación. No hay más. Sé que con la edad que tengo debería ya haber encontrado esposa, tener casa propia con dos o tres hijos jugando en el jardín y un trabajo de verdad –un trabajo que sirva, además de pagar. No tengo nada de eso. Debería quejarme por ello, lamentarme de la falta de suerte o de un destino contrario? No, intento buscar explicación y, la verdad, es que no veo otra que no sea mi inutilidad, y lo acepto. Las cosas son como son; cada uno es como es. No sirvo para la vida tal y como la pintan, hoy en día, por todas partes: como, bebo, me muevo lo justo e intento dormir todo lo que puedo, sin pensar demasiado en cosas que no sirvan –cosas cuya inutilidad empuja al pensador hacia el fondo del pozo sin fondo de la sorpresa; intento que ninguna idea me sorprenda y que mis pensamientos nazcan de una causa cuyos efectos –que habrá de encontrar- son lo único que importa, por deferencia al tiempo. Así que puedo decir que nada de lo que tenga que ver conmigo me es extraño y que, en cierto modo, soy un hombre feliz. Bueno, casi me trago la lengua al pronunciar esa dichosa y sucia palabra, feliz. Soy que le debía ser, estoy vivo, cumplo con mis deberes, soy útil siempre y cuando las circunstancias lo requieren y trato de satisfacer, en el momento, sin regocijarme en ellas como la mayoría de mis pobres y miserables contemporáneos ignorantes, las necesidades más básicas de todo animal humano. Porque, claro, no puedo morir. No es que no quiera, además, no se trata de querer o no querer. La muerte llega cuando tiene que llegar y, mientras tanto, hay que seguir viviendo. El tiempo es lo que hay. No hay más. A veces, los colegas o el médico de la empresa (porque, sí, tengo trabajo en el que me siento útil, aunque no pague) me preguntan eso, que si soy feliz, que si gozo con lo que hago. Por qué habría de gozar con algo que, de todas formas tengo que hacer o por satisfacer una necesidad biológica que, en el fondo, no depende de mí? Por ello rehúyo de los lugares y los grupos en que no sé cuál debería ser mi actitud, en los que no puedo sentirme útil porque no se plantean problemas concretos o no son competencia mía –no por misantropía aunque, bien es verdad, que la soledad me viene como anillo al dedo; en la soledad, la sorpresa tiene menos en qué agarrarse y con qué nutrirse. Entonces, vivo solo e intento no perder el tiempo, intentando ser siempre mejor en lo que es lo mío… Me siento, eso sí, extremadamente satisfecho y vivo cuando consigo sentirme útil –esto es, cuando al problema planteado consigo darle respuesta y solución. Es eso lo que llaman ser feliz? Es esa la sensación de felicidad por la que todo el mundo se desvive? Entonces, puedo, sin sorprenderme y con toda la fuerza de la lógica, decir que sí, que soy, a veces, casi siempre, un hombre feliz.
* (en “La Ruche”, recueil de nouvelles, 2008-2014- relatos bilingües, in La Mampara)
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